Víctor Beltri.
“Me comunican que somos más de 600 mil personas”, fueron las palabras al inicio del discurso de la presidenta Claudia Sheinbaum ante un Zócalo repleto y perfectamente organizado. Las banderas y consignas distinguían a los grupos y sectores, que parecían competir entre sí para mostrar su apoyo a la mandataria. “No estás sola”, coreaban al unísono.
“México es ejemplo ante el mundo y seguimos haciendo historia”, afirmó, triunfante, al terminar el acto. La Cuarta Transformación nacional estaba de fiesta, y celebraba siete años de éxito del humanismo mexicano; en Michoacán, mientras tanto, estallaba un coche bomba en un atentado cometido frente a las instalaciones de la Policía Comunitaria de Coahuayana. Cinco personas murieron, y otras doce habrían resultado lesionadas: las autoridades, que en un principio iniciaron la carpeta de investigación de los hechos como un acto de terrorismo, al día siguiente decidieron reclasificarla como si se tratara de un caso más de delincuencia organizada.
“En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los Tratados Internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte”, señala el artículo 1 de nuestra Carta Magna. “Comete delito en el sentido del presente Convenio quien ilícita e intencionadamente entrega, coloca, arroja o detona un artefacto o sustancia explosivo u otro artefacto mortífero en o contra un lugar de uso público, una instalación pública o de gobierno, una red de transporte público o una instalación de infraestructura”, define con claridad el artículo 2 del Convenio Internacional para la Represión de los Atentados Terroristas Cometidos con Bombas, emitido por la Asamblea General de la ONU en diciembre de 1997 y ratificado por nuestro país en enero de 2003.
El terrorismo no requiere de tintes ideológicos, de acuerdo con la legislación internacional vigente. Basta que suceda “con el propósito de causar la muerte o graves lesiones corporales”, o bien “con el propósito de causar una destrucción significativa de ese lugar, instalación o red que produzca o pueda producir un gran perjuicio económico”, según indica el convenio que forma parte de nuestro ordenamiento.
La clasificación inicial era correcta en términos jurídicos, al adecuarse a la definición del tipo penal señalado por la legislación vigente; el reconocimiento de actos de terrorismo en nuestro país, sin embargo, no sólo sería catastrófico para un gobierno bajo la amenaza constante de la intervención norteamericana, sino que impactaría profundamente en la confianza de inversionistas extranjeros y asistentes a la Copa Mundial de Futbol el próximo año. El delito podrá cambiar de nombre, según le convenga a las autoridades: la violencia y el malestar social, mientras tanto, parecen aumentar día con día. De nada sirve llenar el Zócalo cuando el país se desbarata, aunque se reúna a 600 mil personas.
“Hay mucho que celebrar de lo que ha cambiado nuestro país en siete años y lo que hemos logrado en este año de transformación”, aseguró la mandataria mientras convocaba a la concentración en el Zócalo tras el que —sin duda algun— ha sido el mes más difícil de su Presidencia. La realidad es despiadada, sin embargo, y poco puede presumir la sedicente Cuarta Transformación que no provenga de sus propios datos. El humanismo mexicano, en los hechos, no es sino un fracaso absoluto.
“México es ejemplo ante el mundo y seguimos haciendo historia”, aseguraba, triunfal, la Presidenta mientras explotaba el coche bomba en Michoacán frente a las instalaciones de la policía. “En los meses recientes nuestros adversarios políticos se han dedicado a construir realidades virtuales en las redes sociales, en las columnas de opinión, que nada tienen que ver con el momento de transformación que vive México”, afirmó como si fuera cierto. Como si los agricultores y los jóvenes estuvieran contentos. Como si en este país la violencia generalizada no hubiera escalado a los atentados terroristas.
Excelsior