La rima de la guerra del fentanilo con la Guerra del Opio, de la que este artículo es apenas un esbozo, da para un análisis profundo que no ha estado presente en las reflexiones sobre el tema
Para Tomás Calvillo
A la memoria de Arnoldo Kraus
“La historia no se repite, pero a menudo rima”. Este aforismo, atribuido al escritor estadunidense Mark Twain, tiene una de sus confirmaciones en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, donde Karl Marx demuestra que “la historia se repite primero como tragedia, luego como farsa”.
Es evidente que, en el caso del sobrino de Napoleón, la rima fue así. Pero no todas las que produce la historia siguen el mismo patrón. Hay algunas que son tan precisas como el acontecimiento que la originó. Uno de esos acontecimientos fue la Guerra del Opio, que parece haber encontrado su rima en la guerra contra el fentanilo que Donald Trump lanzó casi al inicio de su segunda administración y que continúa la Guerra contra las Drogas que Richard Nixon declaró en 1971.
La Guerra del Opio, a mediados del siglo XIX, tuvo su origen en el enorme tráfico de esa sustancia que la Gran Bretaña introdujo ilegalmente en el entonces imperio Chino para conquistar su mercado y compensar el déficit que los productos chinos (seda, té, condimentos y porcelana) creaban en Europa.
Aun cuando esta droga se producía desde el siglo XV en China mezclada con tabaco, los británicos a finales del siglo XVIII comenzaron a comercializarla en grandes cantidades vía India, a través de diversas compañías, como la Jardine y la Matheson & Co.; hubo también una empresa estadunidense, la Russell & Co., que lo hacía específicamente en Cantón. Las exportaciones pasaron de 15 toneladas en 1730, a 75 toneladas, en 1773. Con el dinero obtenido se compraban mercancías chinas que se vendían en la costa Este de Estados Unidos y en el Reino Unido. Hacia el primer cuarto del siglo XIX, la venta del opio era tan grande —aproximadamente 7,500 toneladas— que el emperador Daoguang, de la dinastía Qing, prohibió su consumo, mandó perseguir a los contrabandistas, a destruir sus mercancías y a escribir en 1839 una carta a la reina Victoria de Inglaterra pidiéndole que respetara las reglas del comercio internacional y no comerciara con sustancias tóxicas que “han extendido el vicio por todas partes” envenenando a la gente.
No hubo respuesta. Lejos de ello, la tensión escaló a un conflicto armado que concluyó en 1860 con la firma de los llamados Tratados Desiguales, por los que China, derrotada, cedió Hong Kong a los británicos, que en 1865 crearían el banco HSBC con la finalidad de administrar las ganancias que generaba el opio. La derrota sumió a China en el aislamiento y en una sucesión de conflictos que bajo el nombre del Siglo de la Humillación concluirían en 1949 con la fundación de la República Popular China.
La rima apareció casi dos siglos después, con la invasión del fentanilo a los Estados Unidos. Las reformas económicas y políticas que Deng Xiaoping llevó a cabo en 1978 y que a comienzos del siglo XXI transformaron a China en la segunda potencia mundial después de la norteamericana, la colocaron en una situación semejante a la que tuvo el imperio inglés a finales del XVIII y el XIX. Su objetivo ha sido no sólo devolver la afrenta, conquistando los mercados occidentales, sino particularmente los Estados Unidos. En esa conquista, el fentanilo, sintetizado por Paul Janssen en 1959, ha jugado el mismo papel que el opio jugó en la penetración de los mercados occidentales en territorio chino. Semejante a como lo hicieron los británicos con India, China utiliza a México para la producción del fentanilo y su distribución en los Estados Unidos. Sus precursores, que permiten fabricarlo, encontraron en los cárteles mexicanos y el desprecio del gobierno de López Obrador por el “imperialismo yanqui”, el equivalente de lo que fueron las compañías británica y estadunidense en el tráfico del opio en China.
El fentanilo, mil veces más embrutecedor y destructivo que la ingesta del opio que el emperador Daoguang denunciaba en su carta a la reina Victoria, no sólo es responsable del 96% de las muertes causadas por sobredosis en los Estados Unidos —más de cien mil al año—, sino que su poder adictivo, que sobrepasa al de otros opioide como la heroína y la morfina, es tan inmenso como difusivo.
Ante eso, los Estados Unidos, desde la primera administración de Donald Trump, han respondido de manera muy parecida a Douguang. No mandaron una carta a Xi Jinping ni se han enfrentado abiertamente a China, pero han levantado aranceles contra ella para proteger su mercado y controlar el déficit que los productos chinos generan en Estados Unidos. Alertan a sus instituciones financieras sobre el alto número de transacciones ligadas a redes de origen chino que lavan dinero de los cárteles mexicanos, y como lo hizo China en su momento contra los barcos de las compañías británicas y norteamericana, han lanzado también una guerra contra los cárteles mexicanos —declarándolos terroristas— y presionan a la administración de Claudia Sheinbaum para terminar con ellos. De allí la destrucción de laboratorios de fentanilo que el gobierno de López Obrador había no sólo invisibilizado, sino probablemente auspiciado. De allí también la presión que el gobierno de Trump ejerce sobre el de Sheinbaum para que desmantele las redes de complicidad entre el Estado y las organizaciones criminales en México.
La rima de la guerra del fentanilo con la Guerra del Opio, de la que este artículo es apenas un esbozo, da para un análisis profundo que no ha estado presente en las reflexiones sobre el tema. Su desenlace es incierto, pero plantea un desafío para México. Si no aprovecha la presión estadunidense para refundar su Estado mediante mecanismos extraordinarios de verdad y justicia dirigidos por ciudadanos moralmente creíbles y con apoyo de la comunidad internacional, México y no Estados Unidos vivirá su Siglo de Humillación.
No leer ni entender las rimas de la historia es condenarse a repetirlas no con el dejo de la farsa, sino de la tragedia y las oscuridades más espantosas.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.
Proceso