Enrique Quintana.
Plantear una reforma electoral para el largo plazo que garantice décadas de hegemonía morenista es ignorar que las condiciones cambian, al margen de los deseos de eternizarse en el poder… siempre en nombre del pueblo
La clase política mexicana libra hoy un intenso debate en torno a la inminente reforma político-electoral.
Se percibe que las nuevas reglas del juego que podrían surgir de los cambios constitucionales y legales en discusión se erigirán como una formidable barrera de entrada, capaz de impedir que, en las próximas décadas, una fuerza distinta a Morena y sus aliados alcance la Presidencia de la República o el control del Congreso. Es probable que así sea, que ese sea el objetivo principal de la reforma.
Buena parte de la dirigencia morenista sostiene que llegó al poder para garantizar que prevalezcan los intereses del pueblo, y que, por ello, debe reorganizar el andamiaje legal y constitucional para perpetuarse en el gobierno. Todo, bajo el supuesto de que Morena mantendrá el respaldo mayoritario de la ciudadanía.
Hoy, al observar las encuestas y contrastar la popularidad de la presidenta Sheinbaum, que tiene un 75 de aprobación, con las percepciones hacia los partidos opositores, en las que el PRI tiene mala imagen entre el 85 por ciento de la población; el PAN, entre el 81 por ciento; y MC, entre el 51 por ciento, no parece que Morena enfrente una amenaza seria.
Sin embargo, la reforma político-electoral que se impulsa tiene un claro sentido de largo plazo.
En este debate —ya instalado en la arena pública— chocan dos visiones de la democracia.
Por un lado, Morena y sus aliados defienden que las decisiones de la mayoría deben prevalecer sin que las minorías puedan limitar su alcance. Por el otro, los opositores, junto con muchos defensores de las reformas electorales de las últimas décadas, sostienen que la democracia necesita contrapesos, representación plural y un marco legal que los garantice.
La apuesta morenista se sostiene en la premisa de conservar, por muchos años, el apoyo mayoritario.
Así, justifican que las mayorías impongan límites a las minorías. Pero si en algún momento ese respaldo se pierde, sus propias reglas podrían volverse en su contra.
Confían en que, con los programas sociales, la reforma judicial, los cambios electorales, el descalabro opositor, el crecimiento económico derivado de ventajas comerciales frente a otros países y el aumento de los salarios reales, podrán sostenerse indefinidamente en el poder.
La realidad, sin embargo, es menos complaciente.
La demanda de recursos fiscales para mantener los programas actuales hasta 2036, por ejemplo, suma muchos cientos de miles de millones de pesos. A ello se agregan los compromisos de pago de pensiones, con cifras similares.
Son montos colosales. Sin ellos, el andamiaje se tambaleará.
Si por razones políticas se evita una reforma que aumente impuestos, la mayoría de los análisis anticipa que no habrá recaudación suficiente. Combatir la evasión y la elusión tiene un techo.
Una reforma fiscal acarrearía costos políticos; endeudar al gobierno, riesgos financieros como la baja en la calificación crediticia y la pérdida del grado de inversión; y recortar programas sociales, la erosión del respaldo popular.
En el mediano plazo, no hay salida sin costos… salvo que la economía crezca con fuerza. Y, al menos por ahora, ese horizonte no se vislumbra.
Ese es el laberinto del que Morena difícilmente podrá escapar.
“¡Es la economía, estúpidos!”, recordaba James Carville, asesor de Bill Clinton en 1992, para explicar la derrota de George H.W. Bush. Ese principio podría repetirse, quizá en 2030 o 2036, pero difícilmente más allá.
Plantear una reforma electoral para el largo plazo que garantice décadas de hegemonía morenista es ignorar que las condiciones cambian, al margen de los deseos de eternizarse en el poder… siempre en nombre del pueblo.
Hoy, las urgencias económicas marcan la agenda. El largo plazo tendrá que esperar.
La historia está llena de gobiernos que creyeron blindarse con leyes y reformas. Muchos olvidaron que la economía, como un juez implacable, siempre dicta la última sentencia.
El Financiero