Diego Latorre.
Mientras Morena navega entre pleitos internos, candidaturas simuladas y lealtades condicionales, Adán Augusto sigue ahí, como una figura espectral de lo que el movimiento prometió superar
“Parecíame tunco de alma y de seso aquel zafio tabasqueño, no por la oportunidad perdida, sino por la vergüenza del juicio que se le escapa”, hubiera escrito Cervantes de Adán Augusto López, no ante la muerte, que aún no lo llama, sino ante el derrumbe de su credibilidad: esa forma más lenta y pública de agonía.
El hombre que se postuló como fiel escudero del obradorismo, delfín y devoto del nuevo régimen, hoy va quedando al descubierto como un pícaro, licenciado sin ingenio ni causa, que juega al estadista mientras encubre, maniobra y sonríe con el cinismo propio del que ha cruzado demasiados pasillos oscuros.
Porque Adán no cayó del cielo; se trepó, que es distinto. Desde Tabasco, hoy su historial lo precede con una sombra densa. Fue gobernador, pero también fue el gran negociador de las complicidades, el que entre discursos de unidad dejaba correr los privilegios de los suyos. Su mando policial, ese grupo armado más cercano al cártel que al cuerpo de seguridad, operó con brutalidad y sin transparencia. No es exagerado decirlo: los jefes de su policía actuaban como capos menores, repartiendo miedo, sobornos y promesas de impunidad. La corrupción no era una consecuencia de su gobierno; era su herramienta. Su poder no descansaba en la ley, sino en el pacto: con estructuras criminales, y lealtades fabricadas a billetazos.
Mientras Morena navega entre pleitos internos, candidaturas simuladas y lealtades condicionales, Adán Augusto sigue ahí, como una figura espectral de lo que el movimiento prometió superar.
Adán no gana elecciones ni entusiasma multitudes, pero permanece, aferrado a la ubre, como esos personajes secundarios que no entienden que la obra cambió de acto.
Cada vez que aparece con su tono campechano y sonrisa de cartón, algo en el aire se crispa. Sabe que está señalado, que hay expedientes guardados, y sabe, sobre todo, que en política la memoria es selectiva, pero la traición es puntual. El problema con este tabasqueño no es solo su pasado, sino su presente: sigue operando, moviendo fichas, chantajeando silencios, y repartiendo abrazos; habla con eufemismos que son más aterradores que una amenaza directa. Sus aspiraciones presidenciales quedaron hechas trizas, sí, pero su ambición no descansa. Muy astuto, aprendió a eludir la verdad. Él, que se pensó guardián, va quedando como vestigio, como estampa mal impresa de un viejo régimen y prácticas que queremos desterrar para siempre.
En su despedida no habrá nobleza ni sacrificio. Solo un silencio incómodo entre compañeros que ya no lo nombren, y una opinión pública que lo recordará más por lo que encubrió que por lo que propuso.
“Adiós, gracias; adiós, donaires”, parafraseando al manco de Lepanto, podría repetir, Adán, si tuviera un ápice de la lucidez cervantina. Pero no. Porque los pícaros no se despiden: se esconden, aguardan, vuelven. Aunque a veces, como ahora, el telón ya cayó y nadie los aplaude.
@DIEGOLGPN
El Heraldo de México