Mitos clásicos y sueños públicos

Ernesto Hernández Norzagaray.

Y, en definitiva, quienes estamos en el análisis político, debemos entender de una vez por todas que los mitos clásicos no son una moda, ni una metáfora poética, sino una herramienta crítica para entender cómo las narrativas antiguas para bien o para mal todavía estructuran nuestro pensamiento sobre el poder.

El nuevo peldaño que subimos el pasado fin de semana al edificio de la 4T me ha encontrado leyendo el excelente libro escrito por Juan Eduardo Martínez Leyva, un paisano sinaloense que nos lleva de la mano por los “mitos clásicos y los sueños públicos” (Cal y Arena) que tendré el honor de presentar este sábado en la Casa Haas de Mazatlán en compañía de Rafael Pérez Gay y Ricardo Becerra.

Esta obra, nos dice el autor, no pretende ser una obra académica sino el resultado de un ejercicio lúdico que busca atraer los mitos clásicos griegos a la política contemporánea. Entonces, si no es una obra académica, es una obra, de reflexión eminentemente política.

Se trata de una exploración de los relatos míticos de la antigua Grecia que siguen presentes en las formas como las sociedades actuales entienden y ejercen el poder, el liderazgo y la identidad colectiva.

Y qué mejor ejemplo que nuestro país, donde recurrentemente los gobernantes de cualquier color utilizan discursivamente mitos siempre ligados a la historia de México.

El PRI, en esa carrera por vivir del mito de los héroes y sus obras generó toda una atmósfera de su reivindicación cotidiana y basta ver los nombres de las escuelas y calles de cualquiera de nuestras ciudades y pueblos para concluir que el mito está presente desde el imaginario de nuestra primera niñez: Escuela primaria Benito Juárez, calle Emiliano Zapata; año de Hidalgo, Centenario del natalicio de José María Morelos y así ad infinitum generando toda una nomenclatura de símbolos e imágenes.

Los gobiernos de la 4T han continuado con esta tarea mistificadora no sólo de “aquellos que nos dieron Patria” sino, los precursores de las luchas de la izquierda.

Ahí están Heberto Castillo, Valentín Campa, Arnoldo Martínez o Rosario Ibarra, entre otros, que contrasta con la ausencia de quienes construyeron las instituciones públicas.

Para no ir muy lejos basta preguntarnos dónde está el reconocimiento de los personajes que idearon y crearon cada una de las instituciones públicas desde el IMSS al Infonavit a Pemex a los desaparecidos organismos autónomos.

Sorprendentemente no hay esa reivindicación, esa representación en ninguna nomenclatura.

¿Y cómo la va a ver si en la narrativa oficial sí se dice que son productos de la “corrupción y el neoliberalismo”?

Así como la figura del héroe está presente en la mitología griega como un ser excepcional (Aquiles, Ulises o Hércules) en nuestra propia historia, de cuando en cuando, han aparecido esos seres “excepcionales” bajo el manto de “salvadores de la Patria”, “hombres y mujeres fuertes” o, partidos, qué ofrecen a los ciudadanos “la refundación de la Patria”.

Este modelo personalista y toques mesiánicos contradicen los ideales democráticos que se basan en la deliberación, el consenso y el fortalecimiento constante de las instituciones públicas.

La idea misma de la polis griega, la ciudad, que fomentaba la participación de sus ciudadanos en los asuntos públicos y que daría pie al ideal democrático.

Ese, ideal universal, ha sido remplazado por formas autoritarias disfrazadas de democracia que para Martínez Leyva representa el “retorno a formas arcaicas de poder”.

Y no le falta razón a mi paisano y es que la democracia, como mecanismo de participación, cuando sólo se reduce a elecciones periódicas, sin deliberación ciudadana o rendición de cuentas está vacía y puede ser capturada por un partido o un personaje omnipotente, omnipresente.

La pasada elección de jueces, magistrados y ministros muestra claro lo que no significa esa democracia deliberativa sí no a un cambio de régimen que nunca había llegado a tanto en nuestro país. Por el PRI, se saltaba a la Constitución, pero la conservaba como factor de equilibrio.

Entonces, haber tenido una “elección dictada”, como lo califican algunos cuando se refieren a los acordeones donde se les indicaba a los electores por quién deberían votar no tiene precedente en nuestras rutinas de participación y no estoy seguro de que vaya a redituar beneficios a la Nación.

Pues con eso se va a integrar la Suprema Corte de Justicia y… donde, por supuesto, quedaron los que indicaba el maestro del acordeón.

Y son ellos, los que, en lo sucesivo, habrán de impartir justicia. Y es que el poder político revive constantemente arquetipos míticos: el traidor (como Judas o Egisto), el visionario ciego (cómo Tiresias) o el impostor, el mártir, el usurpador.

Esto significa que los relatos sobre el poder no han cambiado desde tiempos inmemoriales, aunque sí, los contextos donde se les recrea.

No faltará quien se pregunte si algo tienen que ver los mitos griegos con Latinoamérica, mejor, con México, la respuesta es “mucho”, están presentes en las cosmovisiones originarias y vienen moldeando el discurso político y la identidad colectiva. Van cuatro ejemplos breves:

El gobernante como figura divina o elegida se encuentra en las culturas mesoamericanas (mexicas, mayas, incas), donde los gobernantes eran vistos como intermediarios entre los dioses y los hombres, incluso, como seres con linaje divino. Y esto en el lenguaje político sigue presente en ciertos liderazgos políticos que se presentan como seres providenciales destinados al ejercicio del poder.

El mito fundacional como legitimación del poder, esto es, que de acuerdo con mitos como el de Aztlán (mexica) son utilizados para legitimar el poder de las élites ya que estos relatos fundacionales dan sentido nacionalista o moral en el ejercicio del poder. Por ejemplo, el uso simbólico de Tenochtitlan en el discurso político contemporáneo, como cuna de una grandeza nacional “perdida” y que se busca restaurar en tiempos de globalización.

El retorno del tiempo cíclico que está en las culturas prehispánicas que concedían el tiempo como cíclico y donde, todo lo viejo, debe ser destruido para que surja una nueva era, lo que aparentemente legitima rupturas radicales.

Finalmente están los arquetipos indígenas: Quetzalcóatl, el jaguar, la serpiente emplumada, que establecen la dicotomía ética entre el Dios civilizador y el lado oscuro del poder, representado en figuras mitológicas como Tezcatlipoca.

Martínez Leyva, utiliza los mitos clásicos como una lente para cuestionar el presente y de allí, de ese mundo luminoso de la cultura occidental, emerge una crítica a la imaginación política y es que como país seguimos confiando en héroes en lugar de instituciones, en milagros en vez de políticas públicas.

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