Manuel Buendía fue asesinado al atardecer del 30 de mayo de 1984 en la avenida más transitada de la Ciudad de México. De ese episodio nos quedan tres certezas: su muerte, la acción de un sicario profesional y cinco tiros de una pistola de alto calibre. Todo lo demás se difuminó en una bruma de conjeturas y sospechas no aclaradas al día de hoy.
Buendía fue el periodista más leído, respetado e influyente de su tiempo, un columnista político de gran penetración y enorme popularidad. El asesinato se interpretó entonces como una advertencia a las voces críticas en un México que se debatía entre crecientes tensiones políticas, sociales y económicas internas, y en el ámbito internacional era uno de los escenarios de la disputa entre yanquis y soviéticos por la supremacía en las américas.
Fue un periodo convulso, crispado. No fueron accidentales los episodios que se acumularon en México a lo largo de esas semanas: desde que el 30 de abril de 1984 soldados guatemaltecos violaron la frontera con Chiapas y atacaron campamentos de refugiados en territorio mexicano, hasta el asesinato de Buendía el miércoles 30 de mayo de ese año.
En perspectiva histórica, Héctor Aguilar Camín consideró que en aquel mes nuestro país fue blanco del mayor asedio estadounidense que haya tenido un gobierno mexicano desde las épocas de Calles, en los años veinte. Es un caso de estudio en desestabilización. Y si eliminar a figuras prominentes para inducir zozobra es una fórmula clásica en los manuales del intervencionismo, ¿esta sería la explicación del asesinato de Manuel Buendía? No lo sabemos. Pero el carácter programado del hecho, como observó Aguilar, no pasó desapercibido.
“Fue la culminación de semanas terribles y el asesinato, claramente, una ejecución […]. Difícilmente pudo escogerse un blanco mejor que Buendía para inyectar en la sociedad mexicana la sensación de temor, desgobierno y cambios ominosos en su vida pública”, escribió.
El asesinato Buendía tuvo repercusiones en el extranjero y algunos observadores no descartaron la posibilidad de que el periodista hubiese sido eliminado justo por su carácter de pieza sensible en el contexto de un programa de desestabilización geopolítica.
Desde la Universidad de Winsconsin, el historiador Russell Bartley escribió que Buendía “era una poderosa voz opositora de los objetivos de política exterior de Estados Unidos a través de la región Mesoamericana y un eficaz crítico de medios y periodistas individuales que apoyaban tales objetivos”.

Matthew Rothschild, editor de la revista The Progressive que en abril de 1985 publicó una amplia investigación sobre la trayectoria de Buendía y las circunstancias del crimen con el encabezado “¿Quién mató a Manuel Buendía?” en la portada, creyó que el crimen tuvo razones políticas y había sido ejecutado por profesionales contratados por “personas, o grupos de personas que se sintieron amenazadas por lo que Buendía estaba escribiendo”. A su juicio, los grupos más probables habrían sido los traficantes de drogas y la Agencia Central de Inteligencia. “Es posible que hayan trabajado en conjunto o que hayan tenido alguna colaboración”, expresó en una entrevista con Bartley en las oficinas de la revista.
La agrupación de defensa de periodistas Artículo 19 consideró que “como lo sugiere el asesinato en mayo de 1984 del célebre periodista Manuel Buendía, incluso cuando (o quizás porque) se realiza periodismo de investigación minucioso, la vida de un periodista no corre menos riesgo. Y como se ha dicho más de una vez en México, si mataron a Buendía, pueden matar a casi cualquiera”.
El asesinato de Manuel Buendía detonó una estridente investigación judicial, se estableció una fiscalía especial, se integraron comités de seguimiento, hubo manifestaciones de repudio en todo México, el crimen se denunció en los medios, en desplegados y carteles, en mesas redondas, en foros universitarios, en debates públicos y en las aulas … pero transcurrieron años de silencio y opacidad durante los cuales corrieron rumores, hipótesis y versiones de toda laya sobre las motivaciones del asesinato, algunas racionales, otras absurdas y varias demenciales, incluyendo las de la autoridad investigadora.
Fue intenso el reclamo popular y profunda y evidente la irritación gremial. Las autoridades hacían esfuerzos para asegurar que ni eran cómplices ni guardaban silencio en torno al asesinato de Manuel Buendía, como periodistas y ciudadanos se encargaban de recordarles cada 30 de mayo en los mítines y eventos que marcaban el aniversario del crimen y en los que se denunciaba la negligencia en la investigación y la falta de resultados para esclarecer el episodio.
Cinco años después del asesinato unos supuestos autores intelectuales y materiales fueron arrestados, llevados a juicio y sentenciados. Con el tiempo obtuvieron el beneficio de la prisión domiciliaria y abandonaron la cárcel. Siempre negaron su culpabilidad. Y cuatro décadas más tarde aún no sabemos si esos indiciados fueron realmente los autores o si hubo otros responsables. También siguen en la oscuridad las motivaciones del crimen.
Los asesinatos políticos en general y los asesinatos políticos de periodistas en particular, no suelen aclararse. Como ejemplo, todavía no hay certeza de quiénes fueron los autores intelectuales y materiales del asesinato en mayo de 1948 del reportero de la CBS George Polk en Salónica, Grecia, en circunsancias inquietantemente parecidas a las que rodearon a la eliminación de Manuel Buendía.
Igual que en el caso del mexicano, a Polk lo ejecutaron por la espalda y el crimen desató una investigación en que las autoridades prometieron llegar al fondo “sin importar las consecuencias”, se crearon comités de seguimiento y con el tiempo fue arrestado el periodista Gregory Staktopoulos, sentenciado a cadena perpetua con dos partisanos comunistas juzgados en ausencia en un juicio cuidadosamente orquestado … y posteriormente exonerado y puesto en libertad.
El mexicano y el estadounidense fueron periodistas que incomodaron a casi todos los actores sociales, salvo a sus lectores y radioescuchas. Eran una piedra en el zapato de los gobiernos locales y extranjeros, de los partidos políticos, de las iglesias, de los traficantes de favores políticos, de algunos empresarios y de la miríada de cofradías que se disputan el espacio público. Y para los creyentes de la cábala, Polk fue ejecutado en 1948 y Buendía en 1984.
¿Fueron chivos expiatorios los que pagaron las consecuencias en los asesinatos de Polk y Buendía? Es una sospecha válida dadas las tinieblas que envolvieron ambos casos e imposible de descartar, aunque no parece que alguien esté en condiciones de probarla.
En un comunicado secreto que la embajada yanqui en México dirigió a su Departamento de Estado en agosto de 1982, los agregados Roman Popadiuk y Theodore S. Wilkinson, alertaron sobre “un hallazgo del periodista mexicano Manuel Buendía” que probaría que desde Washington se instigó una ola de ataques contra México en artículos de revistas estadounidenses y en la cadena de televisión ABC.



Dice el oficio: “Buendía afirma haber obtenido un memorándum con los números de identificación 6-26-82-29894, que muestra el nombre del subsecretario [de Estado para Asuntos InterAmericanos Thomas O.] Enders, […] que presenta un panorama sombrío de la situación económica mexicana y sugiere que el país está ‘amenazado por una conflagración’. La insinuación, sostiene Buendía, es que Estados Unidos debe prepararse para intervenir en México [ya que] debido a su propia crisis, México ‘sería menos aventurero en su política exterior y menos crítico con la nuestra’”.
Aunque no revelaba nada extrardinario o ajeno al estilo de las investigaciones periodísticas de Buendía, el cable confirmó que pese a sus negativas, Washington sí mantenía una vigilancia sobre los movimientos del autor de la columna “Red Privada”.
Los autores del cable no eran unos analistas de cuarto nivel cumpliendo una chamba de rutina. Popadiuk, un académico que trabajó en el Departamento de Estado y en el Consejo de Seguridad Nacional, fue asistente especial del presidente Reagan y primer embajador de Estados Unidos en Ucrania; Wilkinson, con una larga trayectoria en el servicio exterior y dos estancias en México, fue ministro consejero para asuntos políticos de la embajada yanqui en Paseo de la Reforma. Así que un interés pasajero, accidental o burocrático en las andanzas de uno de tantos periodistas mexicanos antiyanquis, difícilmente. Buendía estaba bajo la lupa al más alto nivel de Washington.
La pregunta que nos hicimos en 1984, “¿Quién mató a Manuel Buendía?”, hoy no tiene sentido si no entendemos primero quién fue Manuel Buendía. ¿Por qué precisamente fue él el blanco y no otro periodista relevante de la época?
“Red Privada”, la columna política de Manuel Buendía, era un espacio en donde se exponían y analizaban los mecanismos del autoritarismo, se ofrecía al escrutiniuo público el peligro del poder sin contrapesos y se levantaban alarmas por la erosión de las libertades ciudadanas y los derechos humanos, a partir de un periodismo crítico vertido en lenguaje potente, eficaz y no ajeno al humor.
En la visión de un historiador, Buendía era “un sitio de confluencia, estímulo y expresión para los más distintos grupos y causas de México: lectores arrinconados en su impotencia ciudadana, dirigentes sindicales urgidos de una discusión pública de sus problemas, funcionarios intermedios alarmados por iniciativas que se cocinaban en las oficinas de sus jefes, especialistas universitarios ansiosos de transmitir sus diagnósticos sobre el país, directores de comunicación social dispuestos a tomar riesgos informativos, políticos y funcionarios decididos a sacar del secreto cómplice arbitrariedades de colegas y excolegas”.
Un cronista de aquel tiempo apuntó que sin considerarse héroe por un instante, Buendía “asumió la responsabilidad de todo un gremio, y eso lo hizo ejemplar e irrepetible. Sus temas, sobre todo a partir de 1980, se fueron unificando. La corrupción gubernamental, sindical y de la iniciativa privada; el manejo del país como cocina de secretos; las intromisiones del imperialismo estadounidense; la irrisión que hace las veces de ‘discurso del poder’; la construcción criminal de un Estado alternativo a nombre de Dios, las tradiciones y la identidad religiosa del mexicano; los atropellos a los derechos civiles; el chauvinismo que se disfraza de ‘política de seguridad nacional”.
Buendía confiaba en la dimensión civil de cada uno de sus artículos y no consideraba que sus lectores fueran sólo unos ciudadanos curiosos, anónimos o impersonales. El columnista siempre estuvo consciente de que su papel como orientador al servicio de la opinión pública era esencial para la salud de la República.
Un analista social contemporáneo apuntó: “Hubo quienes apreciaban su trabajo como un grito de alarma con el que despertaba a los lectores de la prensa nacional, ávidos de conocer lo que pasaba en el país y en el mundo. Un periodista que revela, denuncia, critica, pone al descubierto lo que corroe la vida de la nación y perjudica los intereses del pueblo; pero no lo hace con la voz agria del amargado, sino con la conciencia tranquila de quien está cumpliendo un deber […] Manuel Buendía despierta al pueblo de México ayudándole a crear una conciencia cívica, con un lenguaje irradiado por la gracia que hace más contundente la verdad y la crítica”.
Y quizá el juicio más penetrante sobre el vacío que dejó el asesinato de Buendía en la vida de México fue de un poeta, José Emilio Pacheco: “Su muerte es la prueba trágica e irrefutable del poder de las palabras […]. Las balas que asesinaron por la espalda a Manuel Buendía también hicieron más vital, más valiente, más necesaria cada página suya.Buendía entendió que nuestra catástrofe actual es también una crisis de lenguaje. Su autoridad en este campo no requiere ponderación: Manuel Buendía no hubiera llegado a ser lo que será siempre si no fuese también uno de los grandes prosistas mexicanos en este fin de siglo”
¿Cómo fue que un muchacho pueblerino de Michoacán se convirtió en el periodista más importante de su época y por qué, cuarenta años después, su obra sigue siendo relevante?
Desde que a los 15 años en su natal Zitácuaro fue maestro de primaria y publicó sus primeras notas en el periódico local Adelante ya lo largo de toda su vida, Buendía entendió que periodismo y magisterio van por un mismo sendero. Por ello nunca dejó la cátedra: así como formó lectores, formó generaciones de periodistas. Y sus alumnos lo vieron como un puente indispensable para su futuro profesional. Cuando lo ejecutaron era profesor de periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM.
Todavía adolescente, Buendía viajó de Zitácuaro a la Ciudad de México para revalidar la secundaria, cursar la preparatoria y estudiar una carrera. Los dos primeros pasos los dio becado en escuelas jesuitas y en circunstancias difíciles de marginación económica, social y académica. Por eso, a lo largo de su vida siempre estuvo dispuesto a dar la mano a jóvenes para que cursaran una carrera y no terminaran en el pandillerismo.
Al concluir la preparatoria se inscribió en la Escuela Libre de Derecho. Estudiar leyes en aquellos años era la opción para abrirse paso en el periodismo. Pero abandonó las aulas antes de concluir la carrera e ingresó a la revista La Nación y dio clases en la naciente escuela de periodismo “Carlos Septién García”. Después logró una plaza como redactor de guardia en el diario La Prensa, en donde tuvo una meteórica carrera que a los 33 años lo colocó en la dirección editorial del diario.
Al frente de La Prensa, Buendía puso en marcha una renovación profesional y técnica que sacó al periódico de los fondos populacheros de la nota roja y lo acercó al centro del escenario del periodismo social y político. No sólo renovó la plantilla editorial para elevar la calidad de los análisis y explicar los hechos sociales, también se aplicó a mejorar la capacidad profesional de sus reporteros y a modernizar las condiciones de trabajo.
De aquellas jornadas sobreviven memorandos con los que el joven director impulsaba a sus colegas por el camino de la superación profesional, en los que se percibe no sólo su propia vocación, sino la conciencia de que sólo se crece con el estudio y la disciplina intelectual:
“Hemos dicho: grandes notas, sí; notas grandes, no. Aun cuando el espacio nos sobrara, protesto a ustedes que jamás decidiría atiborrar el diario de notas descomunales; jamás revolvería yo sustituir la calidad por la cantidad. Quien carezca del poder de síntesis no puede ser llamado periodista. Es preciso, señores, que cada uno de nosotros admita francamente lo que, por otra parte, es realidad ineludible de nuestra profesión: el periodista no termina de hacerse. Nuestro perfeccionamiento es brega cotidiana. Hasta el último día de nuestra existencia estaremos transformándonos. Es un mentiroso ególatra el que afirme que ya alcanzó la cumbre de su perfección”.
Pero este asalto a la mediocridad atrincherada en la redacción tuvo una respuesta y Manuel fue destituido acusado de conspirar contra la directiva. Abandonó La Prensa y encontró espacio en El Día, en donde fundó el semanario Crucero y afinó su destreza como columnista. Después ejerció la comunicación institucional en el gobierno de la ciudad, en la Nacional Financiera y en el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, antes de regresar al periodismo de tiempo completo.
Muchos años después, uno de sus “compadres” que en aquella revolución de las medianías en La Prensa tomó partido en contra de su amigo y director, me hizo una revelación: “Entendí que Manuel quería mejorarnos profesionalmente … ¡y me pudo haber formado como el mejor reportero de México! Me arrepiento de haber estado en su contra”, confió en un momento de sinceridad. Este individuo, que como otros derivó a la zona oscura de la profesión, se presentó en la funeraria y en el entierro y a lo largo de los años no ha perdido oportunidad para ensalzar a Manuel Buendía. El 31 de mayo de 1984 hubo muchos que, como él, amanecieron hermanos y admiradores del columnista.
Como responsable de oficinas de prensa, Buendía redefinió el carácter de las que ocupó para quitarles la tarea de cantar las glorias de la dependencia, las de sus directivos y las del presidente en turno, y convertirlas en “laboratorios de comunicación social” y herramientas para la gobernabilidad.
Don Manuel detestaba el “ahí se va” y la mediocridad profesional, lo que le daba un aire de intransigencia. Pero en realidad era un hombre sensible, un caballero decimonónico que no toleraba palabras altisonantes en presencia de una dama, que discretamente costeaba los estudios de muchachos y muchachas sin recursos, que se dolía ante las dificultades de otros y siempre estaba dispuesto a escuchar a sus compañeros y colaboradores y ayudarlos en la medida de sus posibilidades.
Buendía publicó en vida dos libros, Red Privada para la “Editorial Marcha” que el luchador social uruguayo Carlos Quijano estableció en su exilio entre nosotros, y La CIA en México, cuando Carmen Gaytán y Andrés León de la “Editorial Océano” lograron vencer su resistencia fincada en la idea de que él era reportero, no escritor de libros.
Después del asesinato, cuando un grupo de amigos estableció la “Fundación Manuel Buendía” para preservar su legado profesional, se puso en circulación una serie de libros temáticos con los materiales de la columna “Red Privada”, se creó la Revista Mexicana de Comunicación y la Fundación editó más de cien títulos especializados en comunicación en memoria del legado profesional del periodista al que se quiso silenciar.
Para don Manuel la amistad era una devoción y la solidaridad una de las virtudes cardinales. Durante años estuvo en una pared de su despacho la instantánea de un bebé. Al reverso, en letra femenina, una leyenda sin firma asentaba: “Se llama Manuel, porque gracias a usted, vive”. Era el hijo de una refugiada argentina, militante de “Los montoneros”, que la policía federal mexicana había capturado a petición de la dictadura. Sería deportada a Buenos Aires, en donde le esperaban la tortura y seguramente la desaparición. Tenía ocho meses de embarazo.
Los dirigentes del exilio argentino pidieron ayuda a Buendía y él tomó su defensa a pecho. Hizo gestiones al más alto nivel y cuando fue necesario no vaciló en presentarse en la Dirección Federal de Seguridad y presionar para que fuera puesta en libertad. Hoy es una defensora de derechos humanos en su país y su hijo un compositor que sabe a quién le debe la vida. Don Manuel guardaba reserva sobre este y otros episodios que protagonizó a favor de causas y seres humanos concretos, con nombre y apellido.
Buendía no vacilaba en unir su voz y su presencia en defensa del gremio y de sus integrantes. Entre otros episodios, cuando el periodista de UnomásUno Ignacio Rodríguez Terrazas fue asesinado por el ejército salvadoreño mientras reporteaba en ese país, Buendía estuvo en primera fila en las manifestaciones de protesta. Cuando en el gobierno de Martínez Domínguez en Nuevo León el reportero Manuel Altamira fue emboscado y brutalmente golpeado para silenciar sus denuncias sobre corrupción, Buendía asumió su defensa. Cuando el presidente López Portillo ordenó estrangular publicitariamente a la revista Proceso y a la Agencia Apro, Buendía desde un organismo descentralizado ejerció la desobediencia civil para que durante semanas los envíos de la agencia a sus suscriptores (no sé si todos, pero una buena parte sin duda) se hicieran desde los télex oficiales y con recursos del organismo.
Otro rasgo de su personalidad era su rechazo terminante a las dádivas, obsequios y canonjías que eran y siguen siendo moneda corriente entre algunos políticos y empresarios poderosos y algunos reporteros y columnistas.
En ocasión de una gira oficial por Estados Unidos y Panamá a la que fue invitado en octubre de 1979, supo que su nombre figuraba en una relación de periodistas a los que se había entregado una cantidad en efectivo y dirigió una carta al presidente López Portillo:
“Yo no hago juicios de valor sobre la conducta de mis colegas; pero dentro de mi ética personal me he dado la norma invariable de no recibir dinero ni obsequios de ninguna especie como compensación por el desempeño de mis tareas periodísticas. Me alarma que las inercias burocráticas sigan considerando normal incluir el nombre de Manuel Buendía en la lista de esos estipendios. Quedaría muy agradecido si por órdenes superiores, tales oficinas borrasen para siempre mi nombre. Ni antes ni ahora ni después, he recibido ni recibo ni voy a recibir, gratificaciones de ninguna especie por cumplir mi deber profesional”.
No juzgaba la conducta de sus colegas, pero se alejaba de quienes tomaban un camino éticamente incompatible con el suyo. Varios de ellos siguen en el oficio, inmunes a las enseñanzas de su “maestro”.
Buendía vivía consciente de la fragilidad profesional del periodista, quien a diferencia de otras actividades, tiene un “ciclo de obsolescencia” de 24 horas. La “autoconstrucción”, es decir, la permanente superación, era una obsesión cuyo valor no dejaba de pregonar a sus alumnos y a los colaboradores en quienes veía alguna posibilidad de redención intelectual. Así, decía:
“Justo en el instante de proclamamos dueños del saber y la perfección, se inicia la decadencia. Como ya somos perfectos, descuidamos la lectura, silenciamos la autocrítica y desdeñamos la crítica externa. Y entonces el lenguaje empieza a enmohecer; nos marginamos de las nuevas formas de expresión; nos quedamos a la zaga de los avances del periodismo que atañen a los redactores; dejamos que otros nos superen en aquellas especialidades en las que habíamos logrado destacar un poco […]. Se dice que los médicos no se preocupan mucho de sus errores porque los entierran. Pero los periodistas publicamos los nuestros. Aunque lo intentemos, no es posible esconder nuestra ineficacia”.
El estilo era otra de sus características. Entendía el estilo no únicamente cómo se presenta uno en la vida ante los demás, sino el conjunto de normas que nos diferencian, nos hacen únicos e irrepetibles. Desde luego la curiosidad intelectual y el rechazo a los tres grandes males del periodismo: la impunidad, la solemnidad y la mediocridad.
En esta conceptualizació del estilo, daba importancia al sentido del humor, rasgo que desde Aristóteles se asocia con la inteligencia. Además de la precisión y la claridad, los temas que Buendía abordaba en sus columnas con frecuencia eran servidos aderezados con una agradecible porción de ingenio.

Pero el salero era más que un recurso para sus columnas: lo vivía en su vida cotidiana. Bajo una apariencia que podía ser intimidante por su expresión seca tras gruesos lentes oscuros -padecía fotofobia-, habitaba una persona con auténtico sentido del humor … lo que no disminuía su severidad en materia de trabajo.
Con el ecologista Iván Restrepo y el cronista Carlos Monsiváis tuvo una cercana amistad, sólida en el terreno de las reflexiones políticas y sociales y lúdica en cuanto a la vida. En una comida en 1975 inventaron el Ateneo de Angangueo, una peña que convocó a un grupo de periodistas e intelectuales a la manera de los salones europeos del siglo XVIII. No hubo político que no se creyera importante que no buscase ser requerido a una sesión en donde incluso los presidentes de la República debían sujetarse a un código de antisolemnidad.
Entre las ocurrencias que los ateneistas pergeñaron para oxigenar el rancio ambiente político mexicano fue otorgar galardones metafóricos a los logros literarios y políticos de cierta clase en el poder.
Así nacieron La Gran Batea, reservada para discursos, proyectos de ley y textos escritos, la Pata de Plomo para premiar declaraciones a la prensa, televisión y radio, la Penca de Oro con Cordón de Jarcia yla Albarda de Plumas de Colibrí con Aparejo de Piel de Ninfa para galardonar obras literarias concebidas en los momentos de ocio de la clase política.
La experiencia profesional acumulada desde su arribo a la capital permitió a Buendía entender y operar la lógica interna de los medios y el papel que tiene la comunicación como instrumento de gobernabilidad. Esto, sumado a una estricta disciplina de trabajo y una notable capacidad para el análisis social y político, lo colocó en los primeros lugares de la preferencia de los lectores de periódicos cuando a principios de 1977 tomó la decisión de alejarse de la comunicación institucional y volver al columnismo de tiempo completo.
La información privilegiada que ofrecía, la temática con la que se podían identificar diversos grupos, la claridad, ritmo y contundencia de su redacción y una privilegiada red de contactos y relaciones, pronto lo singularizaron entre el conjunto de los profesionales del análisis político y social.
La recepción del Premio Nacional de Periodismo y la afortunada alianza con la Agencia Mexicana de Información de José Luis Becerra para publicar “Red Privada” en veintenas de diarios en todo el país, colocaron a Buendía en un escenario privilegiado del periodismo político mexicano de la segunda mitad del siglo pasado.
Pero Buendía nunca estuvo ajeno a los peligros de la profesión. En una entrevista dijo: “El miedo es una reacción lógica en un hombre más o menos sano psicológicamente, y yo sí lo tengo. Pero si uno escogió este oficio porque era el más hermoso, el más fascinante de todos y al que uno ama, pues debe aceptar que algunos riesgos conlleva. Tampoco debe uno andar exponiéndose o provocando. Yo no provoco, simplemente me resguardo hasta donde puedo”.
Con regularidad recibía amenazas por correo o en mensajes crípticos. Conocía bien el modus operandi de los grupos extremistas y tomaba precauciones razonables. Por eso andaba armado. Solía decir que nada más por la espalda podrían eliminarlo … como quedó comprobado el 30 de mayo de 1984.
Recordamos a Manuel Buendía de muchas maneras. Su cálida amistad y el sentido de humor con que engalanaba su trato. La solidaridad y el culto a la amistad. Su profunda convicción de estar transitando por el mejor de los caminos profesionales. Una vez escribió: “Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y la destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: Hoy he descubierto algo importante, pero… ¡lástima que ya no tenga tiempo para contarlo!”
La tentación del juego intelectual y emocional de imaginar quién sería hoy el autor de Red Privada y quiénes sus lectores asalta fácilmente. ¿Habría sido tolerado en los sexenios siguientes … puesto que el sexenio sigue siendo la medida inescapable de nuestra vida pública? ¿Tendría una pluma como la suya un espacio en nuestros actuales medios? Pienso que difícilmente.
El 20 de agosto de 1982 estuvo en la ceremonia de graduación de alumnos de periodismo de la Universidad del Valle de Atemajac. Ahí Don Manuel dijo a los jóvenes que lo escuchaban con el aliento en suspenso:
“De vez en cuando, las balas no respetan la credencial de un periodista, y éste queda ahí, muerto […] Y creo que ésa es una forma apropiada de morir. Los periodistas no debiéramos morir de viejos, o así nomás […].”
Veintiún meses después esa profecía se cumplió. Y si a más de cuarenta años de su ejecución la obra de Manuel Buendía sigue siendo relevante, es por la sencilla razón de que el periodismo que propuso y los valores que lo animaron no han perdido vigencia. Hay hombres que forjan su propia leyenda y Manuel Buendía fue uno de ellos. En el periodismo de vez en cuando surgen figuras que rompen los moldes no como un reto, sino porque ello es parte misma de su naturaleza. Manuel Buendía fue de esa estirpe.
Quizá una anécdota nos ayude a entender mejor la compleja y brillante personalidad del periodista que dio un nuevo sentido a la columna política mexicana: el día que Iván Restrepo presentó a Carlos Monsiváis con Manuel Buendía, primero lo puso en guardia:
“Ten cuidado. Es un hombre peligroso: escucha lo que le dices”.