El regreso de la locura carismática al gobierno

Walid Tijerina.

El 26 de octubre de 2024, a días de la elección presidencial de Estados Unidos, el New York Times publicó un desplegado de página completa en la que 225 médicos psiquiatras alertaban de la “peligrosa psicopatología” que exhibía Donald Trump —candidato a la presidencia, de nueva cuenta, por el partido Republicano. En los primeros párrafos del desplegado, los profesionales de la salud mental hicieron referencia a la llamada “biblia” de la psiquiatría, el Manual Diagnóstico y Estadístico de la Asociación Americana de Psiquiatría (DSM-V, por sus siglas en inglés): de acuerdo a sus diagnósticos, las conductas exhibidas por el expresidente y otra vez candidato correspondían a los factores y síntomas presentes en desórdenes (disorders) tanto de “personalidad narcisista”, como “de personalidad antisocial” y “personalidad paranoica”. A pesar de estas conductas y advertencias, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales.

Aquí es donde nos encontramos con el primer dilema para el caso Trump, así como para otros casos presidenciales, parlamentarios y gubernamentales que se han presentado en las Américas y el mundo. Lo más natural o lógico sería escribir, tal cual como lo he planteado arriba, “a pesar de estas conductas”. Pero tomando en cuenta el reciente panorama en este continente, pareciera que habríamos de redactar lo opuesto: no “a pesar de” dichas conductas, sino “impulsado por” o “con apoyo de” dichas conductas, puesto que el caso de Trump no es la excepción, sino que parece consolidarse ya como un modelo de irrupción política que ha llegado para quedarse. Un modelo de “destrucción creativa” para usar los términos empleados por Schumpeter.1 Fake news, grandilocuencia, uso fáctico de instituciones, persecución política, polarización, censura, mezcla de paranoia y continuas referencias a conspiraciones, discursos de odio, entre otros elementos más. Algunos de estos se habían presentado en la antigüedad. El uso de la polarización en regímenes fascistas; la censura en regímenes comunistas; la persecución política y cacería de brujas en el infame Macartismo estadunidense. ¿Pero la aparición de tantos de estos elementos con una misma resonancia en democracias vecinas y contemporáneas? Parece algo sin precedentes.

Y hay escenas que rayan asimismo en la esquizofrenia. En México, por ejemplo, como remedio a los denunciados lujos presidenciales de sus antecesores, nuestro entonces presidente Andrés Manuel López Obrador decidió, en una de sus conferencias matutinas o “mañaneras”, rifar el avión presidencial. Spoiler alert: no hubo ningún ganador y es fecha que el paradero o dueño del avión presidencial sigue en incertidumbre. Hace unas semanas, en Venezuela, después del escándalo regional e internacional que causó la elección (de Estado), Nicolás Maduro decidió adelantar la Navidad al primero de octubre. Mientras tanto, el año pasado en Argentina, a mitad de una campaña presidencial que eventualmente ganaría, el candidato Javier Milei propuso crear un mercado ¡para la compraventa de órganos humanos!

¿Qué habrá llevado a estos países, entre otros, a elegir recientemente a personajes con claros síntomas de inestabilidad como sus presidentes? ¿Será que los postulados construccionistas de Foucault sobre esa separación entre lo civilizado y la locura ya no aplican más en las Américas? La obra de Foucault, Madness and Civilization: A History of Insanity in the Age of Reason es un análisis histórico de las actitudes y tratamientos que se le han dado a la locura en la sociedad occidental desde la Edad Media hasta la Modernidad. Foucault, en sintonía con su pensamiento construccionista social, sostiene que el concepto de locura ha sido moldeado por fuerzas sociales, políticas y culturales más que por una comprensión objetiva de la enfermedad mental.

Ilustración: Estelí Meza

Dicha obra puntualiza un antes y un después de lo que Foucault llama “El gran confinamiento”. En la época medieval y del Renacimiento, la locura se percibía en términos ambiguos o incluso románticos, a veces vista como si tuviera una conexión más profunda con la verdad o la sabiduría. Sin embargo, en el siglo XVII, Foucault argumenta que hubo un cambio: los “locos” comenzaron a ser considerados como inadaptados sociales, sujetos que no debían tomar parte en el día a día de la vida social. Describe el establecimiento de instituciones como los asilos, que se convirtieron en herramientas para excluir a los enfermos mentales de la sociedad bajo la apariencia de tratamiento, pero que a menudo tenían más que ver con el control social que con la atención.

En palabras de Foucault (1988), su objetivo para dicho libro era “escribir la historia de esa otra forma de locura, por la cual los hombres, en un acto de razón soberana, confinan a sus vecinos y se comunican y reconocen entre sí a través del lenguaje despiadado (merciless) de la no locura”.2 Ahora, sin embargo, si nos ponemos a husmear fuera de ese “Gran Confinamiento” nos damos cuenta de que hay una forma de locura que siempre ha podido pasearse libremente, sin límites o fronteras, mediante gobernantes y protagonistas políticos que, por contagio, difundieron el lenguaje (y los síntomas) de la locura. En nuestros actuales escenarios políticos no solamente el “hombre de locura” y el “hombre de razón” “todavía se hablan el uno al otro”, en palabras de Foucault, sino que siempre lo han hecho. Y lo que es más grave: el hombre de locura es quien suele tener la última palabra.

Una obra que ha diagnosticado con precisión este problema en la política, desde perfiles como Hitler y Stalin hasta Trump, es la de Bill Eddy: Why We Elect Narcissists and Sociopaths,3 que presenta evidencia respecto a que la llegada de dichos perfiles psicológicos al poder no es coincidencia, sino que es, más bien, un reflejo de personalidades que buscan sin descanso esas posiciones de mando y cuya realización se hace posible precisamente por la presencia de esos factores o síntomas comúnmente asociados ahora, en la comunidad psiquiátrica, con la sociopatía y el narcisismo: ideas de grandeza, megalomanía, bipolaridad, constante culpa de problemas a otros, complejos de dios, paranoia, misantropía, ausencia de empatía, ausencia de remordimiento, entre otros.

Es decir, no es que estos gobernantes (históricos y contemporáneos) se hayan vuelto locos de poder, como decimos frecuentemente en México: ya lo estaban. Lo que es más: llegaron al poder impulsados precisamente por esa locura. Aquí la relevancia de una frase que ha sido erróneamente atribuida a Abraham Lincoln: si quieres conocer el carácter de una persona, dale poder. Pues, bueno, desde la Antigüedad hasta la fecha le hemos dado el poder a personajes que, de sobra, habían exhibido desde antes más de uno de dichos síntomas. Los resultados hasta ahora: la locura no sólo paseándose libre, fuera de confinamientos, de paredes acolchonados o antiguos “leprosarios”, sino también gobernando. La locura al timón de la “civilización”.

El sociólogo alemán Max Weber dedicó un extenso capítulo de su obra a este tipo de perfiles —a quienes llamó líderes “carismáticos”. El problema de que estos perfiles lleguen al poder, sin embargo, no es de mera relevancia científica, sociológica o médica. El problema es el impacto que estos perfiles tienen en el contexto político e institucional de sus países. De acuerdo con Eddy, la combinación de personalidades sociópatas y narcisistas en la política generalmente se asocian con personalidades altamente conflictivas (High Conflict Personality). Eddy expone el caso de estas personalidades y lo persuasivas y seductoras que son ya sea en el trabajo o en reuniones sociales. Expone, también, qué es lo que pasa cuando estas personalidades deciden entrar a la política: aprenden a seducir a poblaciones enteras y pueden ser temporalmente efectivos (el tiempo suficiente para ser elegidos), pero luego suelen ser muy dañinos para su país a largo plazo.

De acuerdo con Eddy, estos perfiles suelen llegar a posiciones de poder empleando los siguientes métodos: culpando a un grupo (o varios grupos) determinado(s) por las crisis que afligen su país o estado, exhibiendo al mismo tiempo un pensamiento intransigente al momento de implementar sus ideas de gobierno. Ya que están en el poder, estas mismas actitudes se despliegan a través del reclutamiento de voceros leales (negative advocates) que magnifican el discurso adversarial contra los objetivos de sus culpas (targets of blame). Como resultado, los países dirigidos por estas personalidades terminan altamente polarizados, con sus instituciones diezmadas en un contexto donde los grupos elegidos como “objetivos de culpa” son constantemente asediados y perseguidos políticamente. Una resonancia histórica que incluye a nombres como Hitler, Stalin, Mao, Mussolini, Berlusconi, Nicolás Maduro, Duterte, Putin, Donald Trump y Viktor Orbán. ¿Me pregunto qué otros casos contemporáneos pudiéramos agregar a esta lista? Y, tomando el caso de Estados Unidos y el regreso de Trump a la Casa Blanca, ¿me pregunto también qué necesitamos para dejar de elegirlos, de una vez por todas, a lo largo y ancho del mundo?

Walid Tijerina
Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de York, Inglaterra, y profesor investigador de la Universidad Autónoma de Nuevo León

Notas relacionadas